LA SUPUESTA IGUALDAD
El hijo del vecino (*) iba a la escuela. Allí escuchaba de parte de los docentes un mensaje que apuntaba a que no había que valorar a las personas por lo que tienen sino por lo que son. Pero en la teoría no pasaba lo mismo que en la práctica. Luego de pensarlo bastante, el hijo del vecino se fijó en que en la gente –incluso los mismos docentes- ponían más atención en un determinado grupo de personas. Unos parecían ser más importantes que otros: el rico que el pobre; el que iba en auto al colegio, que el que viajaba en colectivo… Con las características físicas o de carácter, sucedía algo similar: por lo general el que más hablaba era más popular que el callado; y el más atlético, alto o de mayor fortaleza física, estaba considerado como “superior” al menos corpulento y no tan deportista. El “lindo” tenía éxito por sobre el “feo”…
Con el tiempo, comprendió que para la sociedad “no somos todos iguales”, a pesar de que de la boca para afuera muchos digan lo contrario. También entendió que había un valor fundamental, y que no le habían dicho que existía. Ese valor era la fe. El hijo del vecino supo cierto día, que hubiera ganado un tiempo precioso, si hubiera puesto el foco en ella, en vez de preocuparse por tantos asuntos que si bien aparentaban ser tremendamente importantes, solo eran superficiales. Y en lugar de tratar de agradar a las personas intentando mostrar cosas que no tenía, trató de seguir creciendo en la fe, para agradar a Dios, aquel para el que verdaderamente somos todos iguales.
Un sustento bíblico:
¿Qué busco con esto: ganarme la aprobación humana o la de Dios? ¿Piensan que procuro agradar a los demás? Si yo buscara agradar a otros, no sería siervo del Mesías. Gálatas 1:10.
(*) El hijo del vecino podés ser vos o yo. O cualquier hijo de vecino.
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