lunes, 31 de agosto de 2020

PERMÍTANME ESTE CONSEJITO

Ver el rostro de nuestros seres queridos. 

La mayor parte de mi vida, viví apartado de la fe. Seducido por el concepto «si no puedo verlo ni tocarlo, tampoco voy a creerlo», me dejé llevar por la misma corriente de pensamiento que proclama tanta gente, incluso, judíos como yo.

Mucho tiempo después, mi vida cambió, a partir de un encuentro personal que tuve con Yeshúa (el nombre original de Jesús, en hebreo).
Desde entonces comencé un nuevo camino, llevando conmigo la convicción de que hay cosas que existen por más yo no pueda verlas ni tocarlas. Me pregunté: ¿Por qué ser tan soberbio como para basar todo en mi propia percepción? ¿Quién soy yo, minúsculo ante la inmensidad del Universo, para querer que sólo exista lo que pasa por mis sentidos?
Así y todo, el mundo de hoy, que tanto le ha dado la espalda a Dios, pareciera pretender volver a encauzarte en el viejo camino, enseñándote que sólo vas a poder creer dependiendo de que puedas verlo con tus ojos, o escucharlo con tus oídos.
Pero si en algún momento me sobrevuela la tentación de la duda, apelo a un recurso que no falla: mirar o imaginar el rostro de mis seres queridos. Al hacerlo, no veo cuerpos inertes. Allí, hay luz, ternura y amor, conviviendo en maravillosa armonía. Una perfección en la cual es posible ver reflejada la hermosa obra de un diseñador poderoso, y no un simple producto surgido por azar, al que el paso de millones de años logró hacer evolucionar.

Un sustento bíblico: 
Y nosotros hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. (1 Juan 4:16).

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