En
la escuela seguramente hemos tenido la oportunidad de estudiar los gráficos que
nos detallaban la composición del ojo humano, con todas sus piezas y el rol específico
que cada una desempeñaba en el delicado funcionamiento de este órgano tan
importante del sistema corporal. El ojo es una pieza de diseño tremendamente
compleja y maravillosa, que no sólo se limita a cumplir la función de “ver” lo objetos.
Además, ojos y cerebro, asociados y trabajando en conjunto, son capaces de
distinguir, de identificar, para a partir de ese reconocimiento, realizar una
serie de actividades a nivel interno, de las que ni siquiera somos
conscientes.
Nuestros
ojos son un claro ejemplo de lo que es un diseño de excelencia. Su nivel de
complejidad es notable. Pero el mundo caótico que habitamos -además de lo que
puede ser nuestro desinterés-, a menudo no permite que nos detengamos a pensar ni
en los ojos, ni en el extraordinario organismo que nos lleva por la vida. Es
que si analizamos esto, quizás también tengamos que darnos cuenta de que los
habitantes de la tierra no somos consecuencia de la casualidad, sino de la idea
de un diseñador que creó todo con infinita sabiduría. Y si aceptamos esto, a lo
mejor también tengamos que admitir que en lugar de vivir como si este Creador
no existiera, deberíamos dejar de lado nuestra rebeldía y respetar las normas que
nos manda a cumplir. Y es precisamente esto lo que no nos gusta: ser obedientes,
aceptar que alguien con autoridad nos ponga reglas, aunque nos ame y sea para
beneficio nuestro. Por eso, a tanta gente le resulta más sencillo escapar de Dios,
que intentar acercarse a Él.
Un
sustento bíblico:
¿Acaso
no lo sabes? ¿Acaso no te has enterado? El Señor es el Dios eterno, creador de
los confines de la tierra. No se cansa ni se fatiga, y su inteligencia es
insondable. Isaías 40:28.
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