Abraham fue el hombre que el Señor escogió para fundar una nueva nación.
El judaísmo procede de este patriarca y la vasta descendencia que tuvo. Yeshúa
(Jesús), el Hijo de Dios, que nació muchas generaciones después, también
pertenece a la inmensa familia cuyo iniciador fue Abraham. Miles de años atrás,
el Eterno valoró su fe y su obediencia, algo que no era común en el contexto de
una cultura pagana que adoraba ídolos y le daba la espalda al Dios creador del
Universo. En consecuencia, a Abraham se lo señala como uno de los grandes
maestros de la fe. El hecho de haber estado dispuesto a sacrificar a su amado hijo
Isaac –algo que el Señor no permitió que sucediera- sería su máxima muestra de
fe (Génesis 22: 1-14).
Sin embargo, también falló. Por momentos, el miedo lo venció. Esa fe no
siempre se mantuvo firme. A pesar de las promesas de bendición de Dios, en
cierta ocasión, al atravesar Egipto y para evitar posibles problemas mintió,
haciendo pasar a su esposa Sara por su hermana (Génesis 12: 10-20). El temor a
que le sucediera algo malo fue más fuerte que su confianza en el Señor, que
reprobó su actitud pero nunca lo apartó de Sus planes, porque sabía que a pesar
de sus equivocaciones, por más graves que fueran, su corazón era fiel.
Los grandes personajes bíblicos también fallaron. Como seres humanos,
tenían los mismos defectos que nosotros hoy en día. No obstante, el
arrepentimiento y la predisposición para no alejarse de Su voluntad a pesar de
los pecados cometidos, era lo que Dios valoraba. Y es, precisamente, lo que
sigue valorando en nuestros tiempos. No somos perfectos. Él sí. Pero Su perdón
no se agota. Y las bendiciones que nos tiene preparadas tampoco, si como hizo
Abraham, anhelamos no apartarnos del camino correcto.
Un sustento bíblico:
Vuélvanse a mí, y yo me volveré a ustedes -afirma el Señor Todopoderoso-.
Zacarías 1:3b.
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